Por Claudia Gutiérrez del OS2O Trail & Skimo Team
¡Uoooh! – La TDS comenzaba así, como una montaña rusa, con un grito de adrenalina que explotaba después de meses con la fecha del 23 de agosto marcada a fuego en el calendario.
Aunque no fue hasta enero de 2022 cuando decidí preinscribirme a una prueba de la UTMB, desde hace 9 años sé que algún día intentaría cruzar esa línea de meta en Chamonix. Desde aquel año de 2013 en el que acompañé a mi padre en su aventura en la Ultra Trail du Mont Blanc supe que, en el futuro, tendría que saber qué se sentía al recorrer los Alpes junto a cientos de personas de todo el mundo compartiendo un objetivo: recorrer casi 148 kilómetros de montaña, 9000 metros de desnivel positivo y llegar a la capital mundial del Trail running: Chamonix.
Lo que comenzó en 2003 con la prueba de 100 millas de la Ultra Trail du Mont Blanc se ha vuelto con los años toda una fiesta del Trail running que reúne a miles de corredores y corredoras de todo el planeta y con una variedad muy rica de competiciones para que cada atleta escoja la modalidad que mejor se adapte. Por ello, sabiendo que la clásica UTMB de 175 km se caracteriza por el terreno corredero, me decanté por la competición que mejor se amoldaba a mí: la TDS, reconocida por sus características técnicas, con mayores desniveles y senderos más sinuosos y estrechos.
A las once de la noche del día 22 de agosto acudí a la línea de salida, cargada de una electricidad nerviosa que me obturaba el cerebro. Por un lado, me enfrentaba al mayor reto deportivo de mi vida, ya que nunca había participado en una carrera superior a 80km. Por otro, la organización, teniendo en cuenta mi puntuación, me había colocado en la línea de salida de la élite, cuando soy una corredora que no suele situarse delante en el comienzo de las competiciones. Encontrarme en la cabeza de mil seiscientas personas era impresionante: miraba hacia atrás y veía un mar vivo de frontales interminable. La adrenalina era tal que, cuando dio comienzo la carrera lancé un grito de emoción absoluta que descargó toda esa energía retenida y pensé: solo por estos momentos ya merece la pena todo el esfuerzo recorrido hasta aquí.
Al ritmo de la épica banda sonora de Piratas del Caribe recorrimos los primeros metros en Courmayeur y sin darnos cuenta ya estábamos en el primer avituallamiento. La salida fue rápida, o eso me parecía a mí teniendo en cuenta todo el camino que teníamos por delante. Decenas de corredores y corredoras me adelantaban en la primera subida, y yo me forzaba a mantener la cabeza fría y contemplar cómo las luces de la civilización iban apagándose poco a poco y solo quedaban las de nuestras frontales en la tierra y las de las estrellas en el cielo.
La paciencia tuvo su recompensa y, poco a poco, comencé a adelantar. Paso a paso, pensando en la hermosa aventura que me esperaba por delante, pensando que cada metro que avanzaba suponía un metro de felicidad, de dicha, de sueño cumplido.
Acostumbrada a las montañas escarpadas de Asturias y nuestro terreno lleno de rocas y arbustos, descubrí que en este terreno se avanzaba tan rápido que, sin darme cuenta, me encontraba ya en el Petit Saint Bernard en el km 35. Allí me esperaba mi familia y una bajada de 16 km a Bourg de Saint Maurice en la que tenía que comenzar a gestionar mis dolores recurrentes de rodilla y cadera. La compañía de mis compañeros de carrera ayudó a que el camino se hiciera más corto en los momentos duros. Resultaba que, a Steve, estadounidense, también le dolían los tobillos, pero eso no acababa con su alegría por haber venido desde otro continente para competir en la TDS. Nikolaos, que venía desde Grecia, disfrutaba y volaba en las bajadas, pero sufría subiendo. Ashley había caído, pero no importaba y continuaba ascendiendo a muy buen ritmo. Miguel salió el último, pero había conseguido adelantar a cientos y cientos de personas.
Los primeros 50km fueron dulces, era consciente de que el bajón (o bajones) llegarían, pero se hicieron esperar a la subida posterior al Col de la Gittaz en el km 77. Las piernas empezaban a doler bajando y la fatiga era insistente subiendo. La comida era difícil de digerir, el cuerpo rechazaba todo: galletas, geles, barritas de cereales… ¡hasta los potitos de frutas eran imposibles de comer! La unión del cansancio con la dificultad para comer hizo que los 20km hasta Beaufort se hicieran eternos.
La llegada a Beaufort, km 90 de la carrera y punto de vida, fue infinita. El recorrido había cambiado y fue un descenso dos kilómetros más largo de lo marcado en el track y, aunque pueda parecer que dos mil metros en una carrera de ultra distancia no son esenciales, pueden llegar a suponer un gran daño psicológico y minar tus fuerzas mentales.
En aquel pueblo alpino me esperaba otra vez mi familia y decenas de personas animándonos con ilusión. Allí, por fin pude comer algo “normal”: pasta con tomate. Nunca unos macarrones me habían sentado mejor y así conseguí salir del avituallamiento con unas fuerzas inusitadas.
Sin embargo, debía tener precaución. Me enfrentaba a los últimos 50 km de carrera y a una subida de casi 2000 metros de desnivel. Con temor, pero sin abandonar la ilusión de sentir la meta más cerca, afronté la ascensión al Col du Joly.
La noche comenzaba a caer y con ella las fuerzas. La bajada del sol trajo consigo un enfriamiento del aire que, unido a la fatiga constante, me heló los pulmones. La temperatura seguía siendo alta, pero mi cuerpo sentía frío y sentía que estaba enfermándome. La hipocondría se activó. Respirar dolía, quemaba, parecía una bronquitis. Mientras los demás todavía iban en manga corta, me aventuré a vestir la camiseta térmica que había llevado por la noche. Fracaso: estaba todavía húmeda. Solo me quedaba poner el chubasquero y pasar calor.
Con este vaivén de sensaciones negativas que pasaban por el dolor de piernas, el sueño, la fatiga y el dolor de pecho llegué al col du Joly al anochecer. Allí recibían a los corredores con alegría un plato de sopa caliente que me permitió olvidar las molestias y me dio energía para bajar a Les Contamines.
Sin embargo, no era suficiente energía y la llegada al llano de cuatro kilómetros antes del pueblo acabó conmigo. Dolía todo tanto, como si decenas de agujas se clavaran en las piernas en cada paso. Eran las once de la noche, lo que significaba veintitrés horas seguidas corriendo y malcomiendo. Mi estado era tan decrépito cuando llegué al avituallamiento del pueblo que la médica me tranquilizó e instó a quedarme descansando. Pero en mi mente se había activado la idea de llegar cuanto antes para “quitar de delante” los 30 km restantes de carrera.
Por primera vez en mi vida, decidí correr con auriculares. Siempre he estado en contra de este hábito por considerarlo peligroso. Sin embargo, sabía que el sueño y el agotamiento me iban a asaltar en algún momento de la carrera y había decidido llevarlos conmigo para un caso de emergencia. Me encontraba en ese caso de vida o muerte. Podrá parecer nimio, exagerado, decir que la música me salvaría del agotamiento extremo. Pero fue así: al escuchar los primeros compases de mi lista de reproducción para entrenar, el ritmo comenzó a golpear mis músculos y el corazón revivió entre la oscuridad absoluta del bosque que nos conducía a la última subida.
Paradójicamente esos últimos 30km fueron de los mejores de toda la carrera. El agotamiento parecía que no existía, la música me guiaba y las estrellas volvieron a asomarse en el cielo. Los 8 kilómetros por una pista antes de llegar a la meta me despistaron. En el bosque no se diferenciaba tu localización, la señalización era más que pobre y tuve que parar repetidas veces para encontrar las banderas. Empezaba a perder la esperanza de llegar, cuando un corredor me adelantó con una energía que parecía imposible a esas alturas. Al verlo sonreír y animarme, pensé “¿Qué estoy haciendo? Es el momento de darlo todo y disfrutar esta entrada en meta como ninguna otra”. Busqué la canción perfecta y, así, a las cuatro de la mañana alcancé la meta.
Cuando esperas llegar a una meta tan relevante, tan ansiada como la de esta competición, imaginas a cientos de personas vitoreando a los corredores, emocionados ante su esfuerzo titánico. Lógicamente, a las cuatro de la mañana me esperaba la soledad de una calle nocturna, una llegada casi anónima sin música, sin aplausos, sin voces, donde el aliento de tu emoción era suficiente para cubrir el silencio del Chamonix que dormía, preparándose para recibir a los más de mil corredores que quedaban por alcanzarla.
En enero decidí apuntarme a esta competición en un arrebato de motivación tras unas sensaciones buenas en la temporada de invierno. Conforme pasaban los meses, las dudas sobre mi capacidad mermaban, decrecían. Poco tiempo para entrenar, dolores constantes, inseguridades incontables. Era un reto totalmente nuevo, en un país distinto, en unas montañas desconocidas, en un momento que no parecía adecuado. Todos estos pensamientos autodestructivos desaparecieron en la línea de salida y, pasados unos días, escribiendo esto, voy olvidando el sufrimiento de los momentos más duros y me quedo solo con las sensaciones dulces, con un recuerdo que flota en mi memoria y que no se desvanecerá. Ese regalo, el regalo de una emoción única, de un recuerdo inigualable, es, sin lugar a duda, la auténtica medalla finisher.
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