Por Héctor, del OS2O Team,

Un viaje siempre comienza mucho antes de ponernos en marcha. Antes de tomar el primer avión; de cruzar la primera frontera. Nuestro viaje comenzó mucho antes de iluminarnos por las montañas del desierto. Mucho antes de soportar el viento helado a más de 6000 metros de altura. Mucho antes de tan sólo pensar en vivir una aventura. 

Las montañas nos han acompañado siempre, han dado forma a quienes somos. Ni Carlos ni yo podríamos vivir sin soñar cada día con ellas, sin buscar sus formas y cruzar sus valles. Nuestro camino ha sido siempre un viaje persiguiendo montañas y ellas nos han dado nuestro día a día, nuestros sueños, nuestro trabajo y nuestro futuro. Nuestros pensamientos penden de ellas como estrellas en la noche, guiando nuestro camino a través de la oscuridad.

Vivimos intensamente. Intentamos aquello que aún no se ha hecho. Dejamos que la incertidumbre sea nuestra compañera revelándonos oportunidades que nunca imaginamos. 

Un viaje siempre comienza mucho antes de cruzar el umbral de casa y nuestro viaje comenzó como una simple conversación. Sobre la mesa de diseño, con decenas de tejidos esparcidos entre nosotros, una idea sobrevolaba nuestras cabezas. Un lugar desconocido. Un lugar lejano. Un lugar en el que poner a prueba nuestra capacidad de adaptación. 

La mera búsqueda de la altura nunca había sido una llamada lo suficientemente poderosa. Un ejercicio vacío. La línea, la visión, el compromiso, la exploración. Son éstos los valores por los que subimos montañas, los que nos hacen sacrificarlo todo y cruzar medio mundo en busca de lo efímero. No creemos en conquistar alturas, sino en dibujar la línea perfecta de la forma correcta. 

Un mar sin orillas

Son las 2:00AM y el viento golpea la tienda con tal fuerza que en cualquier momento una de las cremalleras va a saltar por los aires. Es mi tercer día sin poder dormir y mi mente trata de abandonarme cada vez más. Carlos soporta la estructura de la tienda para pasar la noche. Estamos a casi 6000 metros.

Hace poco más de una semana dejábamos la calurosa ciudad de Córdoba para sumergirnos en la cordillera. 8000 km y 40h de viaje nos separan de uno de los lugares más mágicos e inhóspitos del mundo: el valle de los seismiles. La Puna. 

El gigante del lugar no se escondió durante mucho tiempo. En el segundo día de nuestra aclimatación, a 4400m, el Nevado Incahuasi con sus 6640 emergía del corazón del desierto, imponente, con sus inclinadas laderas de arena, sus cráteres abrasados por el sol y su cima, siempre expuesta al viento. La deseamos y al mismo tiempo la tememos. 

La montaña sagrada de los Incas, frente a nosotros. Tan cerca y al mismo tiempo tan distantes. Sabíamos que sería un largo viaje, uno de esos que implica despertar el espíritu genuino por el descubrimiento. Nos sentíamos en paz en la vacía amplitud de la Puna, sin nada excepto las formas de las montañas que nos rodeaban. Sin ningún movimiento excepto el del viento y nuestros propios cuerpos. 

A 5000m los cráteres se abrían por doquier. En ellos encontramos el primer sabor de la verdadera altura y los más vivos colores. Nuestros pulmones respiraban el gélido aire del volcán Bertrand mientras nos dábamos cuenta de cuán afortunados éramos. El mundo interminable que se abría tras nosotros nos recordaba lo insignificantes que éramos subidos allá arriba. Y en frente, el Incahuasi. Carlos y yo nos miramos; no nos hace falta decir una palabra. Sabemos qué debemos hacer y aún así, nos asaltan las dudas. El aislamiento y los porteos, el frío y el viento. Los campos de altura. 

Aquello que siempre nos había dado seguridad, movernos rápido y ligero, debía quedar a un lado. Subimos todo nuestro material a 5100 metros para establecer nuestro primer campo. El viento nos golpea y la arena nos dificulta el paso. El agua, nuestro salvavidas y el bien más preciado en un radio de 700 kilómetros. Hacemos un depósito de seguridad y nos seguimos moviendo. 

Un día más tarde nos encontramos ascendiendo por las pedregosas laderas del volcán San Francisco, buscando encontrarnos con la barrera de los 6000 metros. La Puna es un lugar donde los elementos siempre golpean con fuerza; el sol, el viento, el frío y las tormentas de nieve. La altura nos azota sin piedad. Carlos lidera, yo sigo sus pasos. La fama de éstas montañas queda patente y cuesta ganar cada metro. El aire es fino, el frío intenso. A 5900 metros nos detenemos. Vemos la cima. Los campos de penitentes nos guían en un zigzag hasta el plateau que da acceso a la cumbre. Ya está. Una mirada al horizonte. Un abrazo por encima de un océano de arena y colores ocres. Una sonrisa por encima de un mar de dudas. 

Claustrofobia expansiva

La acumulación de arena se había vuelto insoportable. En cada pequeño pliegue del saco de dormir; en cada hueco de la esterilla. Ayer volvimos a subir al primer campo de altura. Un nuevo porteo de material. La noche, sacudidos por un viento arrollador. Nos calzamos las botas de altura; ya no nos las quitaremos hasta nuestro regreso. La arena nos acompaña durante las más de 10 horas de subida al collado donde montaremos nuestro segundo campo de altura. Avanzamos despacio, tratando de asimilar un esfuerzo multiplicado por el peso que cargamos. Nuestras huellas en la arena son el único testigo. Estamos sólos en la montaña, una de las más altas de todos los Andes. El silencio. Un silencio completo que colorea cada paso del ascenso.  

Sólo nosotros. Nosotros y el viento. La roca y la incertidumbre. La nada más repleta de los pensamientos que afloran mientras avanza la noche. El agua se congela dentro del saco y la tienda amenaza con ceder a casi 6000 metros. La cima está a la vista. 

No podemos dormir. Llevamos tres días en la montaña y más de diez en altura y nuestro cuerpo se ha deteriorado rápidamente. Nos habíamos acostumbrado a escalar sin pensar en nada más. Ahora éramos conscientes y eso nos paralizaba. Son las 2:00AM y ni siquiera podemos salir de la tienda. El frío nos atrapa. El gélido viento nos arrastra. Estamos vacíos. 

“Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti, espera pacientemente. Si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa. A no ser que el sol dentro de ti esté quemando tus tripas, no lo hagas. Cuando sea verdaderamente el momento, y si has sido elegido, sucederá por sí solo” C. Bukowski 

Rápido y ligero

Dicen que una aventura siempre empieza mucho antes de comenzar el propio viaje. Y cómo acaba es la forma que tendremos de recordarla siempre. 

Nuestra aventura en el Incahuasi había terminado, pero decidimos que no finalizaría allí. El estilo era la pieza clave que nos faltaba. Estábamos jugando a un juego que no podíamos ganar. Nuestras virtudes puestas a prueba. Nuestras habilidades, olvidadas. Debíamos romper la baraja y salir del círculo. La existencia es la única magia, lo demás es método y planificación. Miramos los mapas. Nuestro objetivo: salir del valle y llegar a la cima en un sólo intento. El material, mínimo. El ritmo, el más rápido posible. Viajamos hacia el sur

La cordillera nos mira y su desnivel nos impone. Ahí está, el Cerro Famatina, alejado de todo; tan salvaje y desconocido. Remontamos el cañón del río Ocre, por una sucesión incontable de pasos angostos y laderas inestables. Es una apuesta arriesgada, una moneda al aire. Sentimos el peso del cansancio. 

Avanzamos durante la noche. El viento por fin ha parado y las estrellas nos envuelven en un océano de luz. Nuestras piernas despiertan. Nos movemos rápido entre las piedras sueltas, ganando altura. Cargamos con el material imprescindible para sobrevivir allá arriba unas pocas horas, pero no podremos vivaquear si tenemos problemas. Nuestra seguridad es la velocidad. 

Las nubes nos rodean. Buscamos el mejor paso de las planchas de nieve entre la niebla. Llevamos casi 10 horas de ascenso y la cima aún parece lejana. Nuestros pulmones se esfuerzan por mantener el ritmo. Nos olvidamos de todo y sólo miramos nuestros pies. El viento despierta. 

Vemos la última ladera. Una última trepada. Ya estamos, la cima está ante nosotros. El cielo se abre y los Andes surgen como crestas de un lienzo infinito. Un espejo de anhelos en el que reflejarnos nosotros mismos. Un abrazo. Una sonrisa. Un momento tan sólo para respirar. Lo hemos conseguido. 

“El éxito es el resultado inevitable del aprendizaje” N. Ravikant

En esta expedición han sido claves los siguientes productos de OS2O: