Por Claudia Gutiérrez del OS2O Trail & Skimo Team,
Son las seis y media de la mañana. Suena el despertador. Vas al instituto, coges la tiza, das unas cuantas explicaciones, vuelves, entrenas, vas a la cama. Son las seis y media de la mañana. Suena el despertador. Hoy es martes.
Entre toda la rutina recuerdas una cosa. Miras a tu alrededor y piensas que has conseguido algo que la mayor parte de la población del planeta Tierra no podría hacer. Paseas por la calle y reflexionas sobre todo aquello que hace única a toda la gente que te rodea. Sientes que todo el mundo es, de alguna forma, «Superman». Bajo las ropas diarias de trajes y uniformes de trabajo, se encuentra nuestra verdadera piel. Algunos serán poetas, otros tendrán una mano excepcional con la cocina, la cerámica o la botánica. Otros somos ultra trail runners.
Así recuerdo la entrada a meta de la Ultra Valle de Tena: como un secreto que me llena de energía para continuar, un secreto que guardar bajo mi piel de profesora.
Son las cinco de la mañana. Doscientas personas nos reunimos en la línea de salida para enfrentarnos a 78 kilómetros y casi 7000 metros de desnivel positivos. Doscientas personas cuyos corazones laten a un mismo tiempo, cuyas mentes se unen pensando: “¿llegaré a esta misma línea dentro de unas horas?”.
En el momento en que entramos en el corralito de la salida nos introducimos en una nueva línea temporal que se prolonga y se acorta a placer. El tiempo pasa muy rápido y lento a un mismo tiempo, la salida se hace eterna, pero sin darnos cuenta nos encontramos cerca del primer control en Yenefrito. La noche es perfecta y debo recordar que tengo que levantar la vista de mis pies y del círculo cerrado de la luz de mi frontal para volver a la esencia de toda carrera: disfrutar. Contemplar las estrellas en la oscuridad de la noche, observar el amanecer levantarse muy poco a poco, ver cómo la luz rosada del sol rompe contra las crestas de las montañas.
En mi cerebro palpita constantemente la imagen de la gran mole de roca a la que me voy a enfrentar a continuación: el Garmo Negro. Aprendí la lección la primera vez que participé en esta carrera y cargué bastante agua. Tanta agua como para regar el Pirineo. Poco a poco veo cómo la distancia hasta la cumbre va reduciéndose. Los kilómetros empiezan a pesar en las piernas, el sol golpea con fuerza y siento cómo pierdo hectolitros rápidamente: sabía que no me iba a arrepentir de haber cargado dos litracos de agua.
Desde Bachimaña hasta Respomuso voy recuperando fuerzas y empiezo a adelantar a participantes de la maratón (en la ultra ya vamos muy separados), lo que ayuda a mantener el ritmo planteándome ir cogiendo a quien tengo delante. El refugio parece estar escondido y huir de mí por aquella pradera infinita, solitaria, yo sola entre aquel mar verde.
En el siguiente repecho, el collado Musales, (supuestamente eran 400 metros positivos, pero a la vista parecía muchísimo más) mi cuerpo reinicia. Ya no llevamos casi 40 kilómetros, parece que acabo de empezar a correr y consigo volver a disfrutar de la carrera. Ya no hace falta mirar el reloj cada poco para comprobar que has avanzado solo 500 metros, ahora el tiempo transcurre rápido y la tierra parece correr bajo mis pies sin esfuerzo.
En La Sarra nos esperan las bolsas de vida, pero decido ignorarla y seguir lanzada a por el collado Foratata. Es increíble, pero sus 700 metros positivos parecen 100. No dejo de pensar “¿cuándo me dará el bajón?”. Me encontraba demasiado bien, la energía explotando en mis piernas con ligereza. En estos momentos la montaña es toda nuestra: la separación entre los corredores de la ultra es tal que no ves a nadie en el horizonte. Lejos de desmotivarme, me permite disfrutar del momento: olvido que estoy dentro de una competición y me dejo llevar hasta Sallent de Gállego.
En el pueblo encontramos una bienvenida emocionante. Tanto los espectadores como voluntarios nos reciben emocionados. Saben que solo nos quedan 10 kilómetros de carrera y se alegran compartiendo nuestro esfuerzo y éxito. Es allí donde un árbitro de la FEDME me grita “¡Claudia, que llegas de día!”. No me había planteado siquiera la posibilidad de no tener que utilizar la frontal de nuevo. Esas palabras me llenan de motivación y se transforman en un nuevo objetivo. Con esta meta en la mente sigo deslizándome por el bosque, con una sonrisa imborrable en mi expresión, sintiendo el éxito al alcance de la mano.
La tarde va cayendo y temo no conseguir mi reto. Nos introducimos en la última bajada de la carrera que discurre por un bosque muy tupido donde las sombras son más numerosas que la luz. Parece que la competición ya no es entre los participantes de la ultra, sino contra el propio Sol que se empecina en seguir descendiendo poco a poco.
Así llego a la carretera. Inevitablemente cientos de recuerdos vienen a mi mente como flashbacks: las horas de entreno, los sacrificios, las lesiones… todo merece la pena en el momento en que te vas acercando a meta y el speaker pronuncia: “¡segunda chica! ¡15 horas y 57 minutos!”. Los ojos se me llenan de lágrimas y, obsesivamente pienso: “he vencido al sol, he llegado en los últimos minutos del día”.
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